Esta semana nos hemos enterado de que el Premio Miguel Cervantes de las Letras le ha sido concedido al escritor Juan Goytisolo. Por desgracia no os podemos invitar a ojear y hojear alguno de sus escritos porque esta biblioteca no cuenta con ningún ejemplar de su extensa obra. ¡Habrá que ponerle remedio!
Mientras intentamos subsanar esta carencia, os invitamos a releer uno de sus múltiples artículos de opinión publicados en la prensa. Hemos destacado de este repertorio el titulado "La destrucción del paisaje", un tema siempre de actualidad en esta isla nuestra.
LA
DESTRUCCIÓN DEL PAISAJE
Para
quien haya conocido la costa mediterránea española de hace medio siglo viajar
hoy día por ella es presenciar una feria de horrores y un involuntario
ejercicio de masoquismo. ¿Qué queda de las playas cercanas a la audaz incursión
marítima de Peñíscola, de la orografía rocosa de Altea, de la suave manga de
arena del mar Menor de Murcia?
Recuerdo mis visitas a ésta cuando el único edificio existente en
ella era un pequeño pabellón de recreo situado junto a la gola y los pescadores
sólo podían acceder a la zona de mayor riqueza piscícola una vez al año, en el
día fijado por el cacique de aquel impoluto lago que imitaba a Franco con traje
y gorra blancos, erguido en la cubierta de su pequeño yate.
La necesaria transformación de nuestras anticuadas estructuras
económicas a fin de procurar una vida digna a sus habitantes se llevó a cabo
con disparatada premura. El culto al hormigón y al dinero fácil unido a la
falta de planes de desarrollo sostenible adaptados a la configuración del
paisaje y a la incultura de los promotores y de la clase política asociada a
ellos cuajaron en un agobiador panorama de ladrillo y una grotesca ostentación
de nuevo rico. Se quemaron las etapas en una feroz arrebatiña de licencias de
construcción dejando tras sí un erial de apartamentos vacíos y un horizonte de
vacuidad desolada.
El efecto perverso de la machacona publicidad a toda página de una
foto con la leyenda “Descubre la playa más solitaria del mundo” propició la
invasión de esta por un tropel de curiosos ávidos de soledad. En vez de salvar
lo que debía ser preservado en armonía con el progreso y bienestar de la
población se destrozó el ámbito que la sustentaba con un fervor y denuedo
dignos de mejor causa. La estrechez de miras, el señuelo del provecho
inmediato, la perspectiva ilusoria de una prosperidad ininterrumpida acabaron
con una España que debía cambiar pero no del modo insensato en el que se
efectuó.
Hermosos pueblos de Andalucía, configurados con la delicada
imbricación de las aldeas bereberes del Atlas, cedieron el paso al desastre
urbanístico de Mijar o Mojácar con sus casas encaramadas unas sobre otras a fin
de avistar el mar garantizado por los promotores en un amazacotado conjunto
falto de gracia que alcanza las proporciones de una pertinaz pesadilla o
espectacular adefesio.
Éramos pobres, nos soñamos ricos y al despertar del sueño
descubrimos que somos pobres de nuevo y, como hace medio siglo, tenemos que
buscarnos no ya los garbanzos sino el menú de los fast-food fuera de nuestras fronteras. A la
autosatisfacción chovinista de los años de vacas gordas ha sucedido el
desengaño y amargura provocados por la falta de futuro y el naufragio de
nuestras previsiones y anhelos. Ni siquiera nos queda el refugio de volver al
claustro materno de unos pueblos devastados por la barbarie inmobiliaria. Los
parques naturales que sobreviven en las proximidades de la costa andaluza, de
La Almoraina a Cabo de Gata, perduran de forma precaria. Los planes faraónicos
permanecen al acecho de nuevas presas. Alcornocales, pinares y otros bosques
centenarios corren el riesgo de ser barridos por un monstruo como el del hotel
de Carboneras, un golf resort de 18 hoyos o un coto de caza para
jeques del Golfo. (¿Para qué ir a masacrar elefantes a África si podemos
traernos unos cuantos ejemplares a la Península y disparar heroicamente a su
manso testuz en un cómodo safari sin correr el riesgo de una caída y rotura de
cadera?). La prepotencia de los saqueadores campa a sus anchas y son recibidos
como reyes por nuestros políticos (Barcelona y Madrid emularon noblemente en
rendir tributo al Gran Casino de Las Vegas, el filántropo Adelson).
Lo elaborado pacientemente por nuestros agricultores y artesanos
—los bancales cuidadosamente escalonados de la costa alicantina, las bellas
alquerías almerienses— ha sido víctima del atropello por una seudomodernidad
sin contenido estético alguno. Nada o casi nada del nuevo panorama
arquitectónico de la oxidada Marca España está hecho para durar sino como
ejemplo de estropicio y absurda grandilocuencia: Ciudades de las Artes sin arte
y de las Ciencias sin ciencia, convertidas en una concha vacía como el cráneo
del cerebro que las concibió.
Las generaciones venideras juzgarán como corresponde la codicia de
unos y prepotencia de otros en su miope concepción de un progreso que se ha
desvanecido como un espejismo a costa de la destrucción de un paisaje que
permanece vivo en la memoria de los viejos pero que ya no se recuperará jamás.
(Fuente: El país. Opinión)
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada